Es posible que en el fondo sepamos cuales son los atributos reales de la felicidad. No son pocos los que, desde tiempos inmemoriales, nos han advertido sobre las posibles desviaciones del camino. A pesar de todo, el mundo parece cada vez más distanciado de los valores esenciales en los que ésta hace aparición. Recordar esos valores, hacer hincapié en las circunstancias vitales que facilitan una vida feliz y libre, debería ser, hoy más que nunca, una tarea encomendable al filósofo o al pensador social.

Bertrand Russell, filósofo, matemático y escritor británico, demostró en vida la suficiente lucidez como para combinar los estudios más abstrusos de lógica con cuestiones tan fundamentales como éstas. En 1924, en la Escuela Rand de Ciencias Sociales de Nueva York, pronunció una conferencia cuyo título sorprendió por la aparente ingenuidad de su propuesta: Cómo ser libre y feliz.
La búsqueda de la claridad en filosofía llevó a Bertrand Russell a adoptar la llamada Navaja de Ockham, principio por el cual, entre dos explicaciones, la más sencilla tiene más posibilidades de ser la correcta. En la conferencia, la cristalina exposición de Russell acerca de las condiciones para una felicidad y libertad humanas causó la misma impresión que el súbito recuerdo de una verdad olvidada. Por sencilla, su exposición se volvió extraordinariamente penetrante para el público.
El punto de partida que el Nobel eligió para ahondar en la problemática de la felicidad, y su indisociable atributo, la libertad, fue el del puritanismo. La herencia puritana, derivada del dogma religioso, que en su día confirió al hombre nobles objetivos espirituales en detrimento del simple enriquecimiento material, acabó por condicionar su felicidad, al considerar todo placer como algo deplorable. Los bajos placeres, sabiamente criticados como forma de vida, acabaron equiparados a otros placeres más elevados y necesarios para una vida plena, como lo es el del arte. Una moral nacida del resentimiento y la envidia terminó, según Russell, por emponzoñar todos aquellos instintos vitales de expansión y creatividad sin los cuales no es posible ninguna verdadera felicidad.
En contra de la moral puritana, que recomienda el sacrificio en el trabajo como forma de ganar un cielo llamado enriquecimiento material, Russell recomienda la vida ociosa. El ocio, según el filósofo británico, no es más que la posibilidad de desarrollar los impulsos internos creativos y expansivos, sin estar condicionado por una autoridad externa.

Russell diferencia dos tipos de emociones, las expansivas y las restrictivas. Las primeras, basadas en la bondad y el espíritu creativo, serían las capacitadas para crear un orden moral capaz de conducir al hombre a la libertad, mientras que las segundas, entre las que se encontrarían los celos y la envidia, son la causa de una moralidad en la que subyace un deseo de ejercer el dolor sobre el otro. El moralista encuentra en el sufrimiento ajeno una compensación a la tensión de reprimir sus emociones naturales. Russell lo definirá como envidia inconsciente.

La religión, fundada principalmente en una instrumentalización del miedo humano, fue la causante de esta forma de moral contraria a la vida. La vida, necesariamente expansiva, se vuelve restrictiva, y en consecuencia, el hombre infeliz y carente de libertad.

Superar el miedo, será, para Russell, el secreto de toda verdadera felicidad. El hombre que vive expansivamente, liberando sus impulsos creativos de bondad y afecto, está libre de toda crueldad y permite que los otros disfruten de una misma autonomía. Toda moral artificial significa crecimiento de la crueldad.

La filosofía de Russell es un canto al individuo, comparable al que, en poesía, nos brindó Walt Whitman. Perdido en la masa, el hombre no puede encontrar la felicidad, pues sin ser un individuo, jamás encontrará la forma de realizar sus potencias expansivas. El hombre no es lo que hace, su trabajo, sino que posee cualidades intrínsecas que debe desarrollar para alcanzar una vida colmada de sentido. Y estas cualidades sólo las desarrollará si supera el miedo esencial de su corazón, alimentado por el puritanismo de arraigo religioso, y se vuelve verdaderamente bondadoso, desprejuiciado y poseedor de un amor luminoso y vital. Como el Whitman de Hojas de Hierba, cantando a cada paso de su periplo su amor por el mundo y por el hombre.