domingo, 3 de junio de 2012

La edad de un niño índigo


LA EDAD

Si el lector tiene un hijo de uno o dos años y está leyendo , tiene suerte, porque está en condiciones de comenzar a relacionarse con él siguiendo un paradigma nuevo; podrá descubrir en realidad a su hijo y deleitarse viendo cómo acepta las cosas que son nuevas y muy propias de los índigo. Sin embargo, muchos lectores tendrán hijos mayores, adolescentes o preadolescentes, algunos de los cuales ya habrán decidido que sus padres están sólo un escalón por encima de la caca de perro.

Ponen los ojos en blanco cada vez que uno les habla, arrastran los pies y miran al suelo, en lugar de mirarnos a la cara, y transmiten un mensaje corporal sin palabras equivalente a: «Vale, lo que tú digas». Cuando acaban su sesión de no escuchar, se largan por la puerta a una vida privada que tan sólo esperamos que pueda contar con nuestra aprobación.



Ha llegado la hora de emprender la interacción de nuestra vida: un encuentro forzado en el cual dejemos de lado nuestro escudo, con la esperanza de que no sea demasiado tarde. Lo más probable es que no lo sea. Sugerimos al lector que informe a sus hijos de que quiere hablar con ellos, que les pida que escojan un momento adecuado y que le dediquen una hora. Ha de exigir que fijen un momento y que no dejen que nada les haga cambiar de planes; nada de nada. De este modo, les está dando a entender que esa reunión es más importante que cualquier otra tarea o cuestión familiar. El lector ha de estar preparado para la posibilidad de que protesten con energía (por decirlo de alguna manera), pero debe insistir.

El lector se sentará frente a ellos con una libreta y les pedirá que lo miren mientras hablan. En primer lugar, les dirá que no se trata de ninguna conferencia en las que se les vaya a imponer un castigo, ni a minimizar o a amonestar. Les dirá que, más que ninguna otra cosa en el mundo, lo que quiere es ser su amigo; a continuación les pedirá que le digan qué es lo que no va bien, según ellos.

Deberá adoptar una actitud abierta. No ha de esperar milagros pero, por encima de todo lo demás, su aceptación debe ser incondicional. Conviene que el lector recuerde que la entrevista se refiere a ellos, los hijos, no a él, de modo que no conviene que les hable de cómo eran las cosas cuando él era niño. No hay que sermonearlos, ni hay que enfadarse.

Conviene que escuche sin rechistar, aunque le digan cosas que estén totalmente equivocadas, o que resulten exageradas, o incluso ofensivas. No debemos olvidar que, si ellos se abren de verdad, lo importante es que le estarán diciendo las cosas ellos mismos, para bien o para mal. Conviene dejarlos despotricar contra nosotros. Conviene dejarlos que se quejen de todo, aunque no sea justo que lo hagan. Vale la pena tomar notas, porque eso demuestra que prestamos atención. Pero hemos de escuchar... tan sólo escuchar.

Al final, no hemos de hacer lo previsible. No tenemos que responder punto por punto. Al menos no todavía. Hay que comprender que la mayor parte de lo dicho parte de lo que ellos sienten y ese es el sentido de la entrevista. Conviene usar la imaginación. Se les puede pedir que hablen un poco más sobre lo que es importante para ellos y en eso podemos darles una mano. Puede que opinen que somos demasiado estrictos, demasiado viejos para entender su música, que no apreciamos su moda ni a sus amigos, que no somos lo bastante cariñosos, generosos o inteligentes.

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